La obra de Rocío López Zarandieta es de carácter conceptual y se desenvuelve por espacios adimensionales, sitios donde la realidad se convierte en un intrincado entramado de posibilidades inquietantes de las que no se puede escapar. Los procesos en los que se adentra y que luego le sirven para desarrollar sus ideas, son encauzamientos que transcurren despacio, movimientos lentos pero seguros que acaban hilvanando pensamientos bien cimentados.
Ella misma de manera omnisciente es la protagonista de casi todas sus obras, una constante recurrente que funciona como nexo de unión a lo largo de su producción. Para salvaguardar su identidad, evitar la repetición y no acaparar protagonismo, opta por refugiarse en claves jeroglíficas que la amparan de la mirada directa del espectador. Bien sea solapada en detalles apenas perceptibles como las bolas de escayola con caras cuyos ojos eran su propio rostro (Deshumanizando objetos animados, 1999), bien sea encubierta con tramoyas que la protegen y la transforman (Dentro del laberinto, 2002).
Una de sus performances más conocida es Vestido de Artista, realizada en 2006. Se trata de una intervención pública en torno al concepto de creador y sus posibilidades que deja en el aire una dicotomía interesante: por un lado, la irónica duda de que cualquiera, por poco preparado que esté, puede ser artista. Y por otro, la necesidad de popularizar y extender una parcela cultural excesivamente oligárquica. Este trabajo, que también se ha extendido a intervenciones en la Naturaleza que han sido fotografiadas (Tránsito, 2006), tiene en esta segunda fase otras sugerentes lecturas que enlazan con sus series anteriores de invención de lugares imaginarios. El palomar donde están tomadas las imágenes funciona como un dédalo infinito donde los agujeros, que se continúan en el traje de la artista, son una metáfora de la libertad, del vacío, del paso hacia nuevos estadios o de la voluntad de cambio.
Ella misma de manera omnisciente es la protagonista de casi todas sus obras, una constante recurrente que funciona como nexo de unión a lo largo de su producción. Para salvaguardar su identidad, evitar la repetición y no acaparar protagonismo, opta por refugiarse en claves jeroglíficas que la amparan de la mirada directa del espectador. Bien sea solapada en detalles apenas perceptibles como las bolas de escayola con caras cuyos ojos eran su propio rostro (Deshumanizando objetos animados, 1999), bien sea encubierta con tramoyas que la protegen y la transforman (Dentro del laberinto, 2002).
Una de sus performances más conocida es Vestido de Artista, realizada en 2006. Se trata de una intervención pública en torno al concepto de creador y sus posibilidades que deja en el aire una dicotomía interesante: por un lado, la irónica duda de que cualquiera, por poco preparado que esté, puede ser artista. Y por otro, la necesidad de popularizar y extender una parcela cultural excesivamente oligárquica. Este trabajo, que también se ha extendido a intervenciones en la Naturaleza que han sido fotografiadas (Tránsito, 2006), tiene en esta segunda fase otras sugerentes lecturas que enlazan con sus series anteriores de invención de lugares imaginarios. El palomar donde están tomadas las imágenes funciona como un dédalo infinito donde los agujeros, que se continúan en el traje de la artista, son una metáfora de la libertad, del vacío, del paso hacia nuevos estadios o de la voluntad de cambio.
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